Teoría Incertidumbre #23

Sobre la escucha en la preexistencia humana y la inmersión sonora u holofónica. Parte II.

Audios:

-Oliveros Sonic Meditation (2017) – ~Environmental Dialogue~ for four voices and four minimoogs (track 2) – Petridisch.
-Oliveros Sonic Meditation (2017) – XVI For Six Voices (track 1) – Petridisch
-From Now On – Pauline Oliveros.

 

La vida canta e improvisa desde las moléculas hasta las galaxias. El sonido nos habla, aunque no tenga nada específico que decir. Las melodías del mundo son lo que son. Nada menos, nada más. No hay que tener miedo a escuchar. (David Rothenberg)

La oscuridad posibilita el aislamiento profundo y reflexivo. Al cerrar los ojos podemos tomar consciencia de una gran variedad de sensaciones internas y puede que logremos establecer una conexión con estados más elevados de la mente. Una venda alrededor de los ojos nos permite abstraernos aún más de la realidad fenoménica, de la materia visual, haciendo que nuestra apreciación de los sonidos sea mucho más directa. (Francisco López)

Mi iniciación más profunda a los poderes del grave ocurrió con el sonido del sound system de Aba Shanti-I una tarde de 1990 en el carnaval de Notting Hill al este de Londres… De pie, rodeado por los altavoces del sound system, en cierto momento el bajo llegó a alcanzar tal intensidad que mi visión se nubló por la amplitud de sus vibraciones, el líquido de mis globos oculares se movía con el sonido. Estaba envuelto en una neblina cuando la sensación de ser un cuerpo separado del entorno y de los otros cuerpos empezó a disolverse. Marcus Boom.

“Cuando nos adentramos en el mundo de un sonido, es un mundo nuevo. Cuando nos disponemos a salir de ese mundo, esperamos volver al mundo que habíamos dejado. Sin embargo nos encontramos con que, cuando ese sonido para, o cuando simplemente abandonamos la zona en la que se desarrolla, el mundo en el que entramos no es el viejo mundo que dejamos sino uno nuevo. Esto es en parte porque experimentamos el mundo antiguo con el ingrediente añadido del mundo sonoro […] Cuando entras en un mundo nuevo, de un sonido, o en cualquier otro mundo, nunca lo dejas”. La Monte Young.

Conceptos resumen

Los sonidos se situan en un campo sonoro.  

La escucha tiene que ver con lo relacional, con la comunicación.

 
Lo espacial, lo arquitectónico, las vibraciones corporales, las imágenes que evoca la música, lo que provoca en nuestras manos, brazos, en nuestro estómago.
 
Diferencia entre oír y escuchar. De lo que hablamos es de la preescucha, la atención ante eso que es nuevo y con lo que está experimentando tu cuerpo mientras se estaba formando. 
 
Después toda esa información se está captando en tu cuerpo todo el tiempo, en el estado de la vigilia y en el sueño, en lo consciente o inconscientemente, una manera de autoconocernos desde la abstracción.
 
Sobre la experiencia de inmersión sonora
 

Las frecuencias extremadamente graves, o incluso por debajo del rango audible, 20 Hz aproximadamente, están presentes en fenómenos naturales como las tormentas o los terremotos y en ciertas culturas suelen asociarse con sensaciones de “peligro, tristeza o melancolía” convirtiéndose en un procedimiento muy efectivo, especialmente para algunos compositores del siglo XIX que creían en la música “absoluta” como un lenguaje capaz de expresar sentimientos inexplicables de otro modo. Es habitual encontrar frecuencias de 30.87 Hz -lo que se corresponde con la nota Si0- para cuya ejecución era necesario utilizar contrabajos con extensión o con cinco cuerdas, un límite pronto superado por el Octabajo incluido en obras de Berlioz, Borodin, Brahms, Mahler o Stravinsky, entre otros. Si bien el primer prototipo de este instrumento de tres cuerdas construido por Jean-Baptiste Vuillaume en 1849, que ronda los 4 metros de altura, no aportaba frecuencias más graves que las conseguidas por el contrabajo extendido, según las especificaciones del propio Hector Berlioz en la actualización publicada en 1855 de su Grand traité d’instrumentation et d’orchestration modernes, algunas versiones posteriores llegan a alcanzar los 16.25 Hz (Do0), la misma frecuencia límite del piano Imperial de la firma Bösendorfer. Un modelo especial dotado de 9 teclas adicionales en el grave encargado por Busoni en 1900 para poder adaptar algunas de las obras compuestas para órgano por J. S. Bach que incluían este tono infrasónico.

Precisamente un experimento llevado a cabo en 2003 por la Hertfordshire University y el National Physical Laboratory relaciona estas frecuencias emitidas por el órgano con un sentimiento de “intensificación del estado emocional de quien lo escucha” y con sensaciones de ansiedad o exaltación causadas por el incremento del ritmo cardíaco que podrían contribuir a alimentar el fervor religioso. E incluso el psicólogo Richard Wiseman ha sugerido la posibilidad de que algunos fenómenos asociados con percepciones paranormales puedan tener su origen en la exposición a vibraciones constantes alrededor de los 19 Hz reforzadas por ondas estacionarias en los lugares en los que se producen.

La asociación de lo subsónico con lo sobrenatural aparece también en ciertas prácticas shamánicas, siguiendo hipótesis de la arqueacústica sobre las propiedades de algunos espacios capaces de amplificar drásticamente los subgraves de los instrumentos de percusión. Y mucho más evidente es el uso del Uher-buree en el repertorio budista, una trompeta de 5 metros muy utilizada en zonas del Himalaya proyectando su sonido hacia “las montañas para producir un tremendo eco” y unas “frecuencias infrasónicas” a las que se le atribuye el poder de “unir cielo y tierra, la luz y la oscuridad”.

De hecho esta idea simbólica de las frecuencias graves como un nexo entre el “cielo y la tierra”, entre lo inmaterial y lo material, lo intangible y lo tangible, se acerca mucho a cómo experimentamos los sonidos que se sitúan en el umbral inferior. Como explican Jeremy Gilbert y Ewan Pearsons “la diferencia entre la materia y la energía se puede expresar en términos de una simple diferencia entre las velocidades a las que vibran las partículas, es decir, que las partículas que generan materia vibran más despacio que las que generan energía”. De este modo, a medida que descendemos en altura el sonido cobra mayor densidad, cuanto más grave es, más “materialidad” posee, más omnidireccionalidad adquiere y más “real” es su presencia intensificando la sensación inmersiva. Un fenómeno del que estilos musicales como el Dub han abusado intencionadamente para delimitar el dance hall como espacio “ritual” en el que “el bajo actúa como una caída de la presión […], las frecuencias más bajas se convierten en muros espectrales de infrapresión que te doblan y te meten en bolsas colosales de aire sólido, terraplenes calientes que surgen para rodearte”.

Esta relación orgánica del espectador con el espacio concebido como una arquitectura vibrante y envolvente ha sido una línea de trabajo central en los ámbitos, no siempre diferenciados, de la música y el arte sonoro durante los últimos años, como ejemplifica la trayectoria del estadounidense Mark Bain. Marcado por una tradición familiar vinculada a la arquitectura, Bain busca el efecto inmersivo mediante la transformación de los edificios en estructuras vibrantes capaces de emitir sonido, situándonos en el centro de un entorno resonante, como si se tratase del “interior de una campana”. Sus experimentos tienen un doble enfoque atendiendo tanto a la capacidad de la materia para producir sonido como a la potencialidad de los sonidos para crear “arquitecturas invisibles”, esculturas habitables que puedes sentir “aunque no veas nada, sin necesidad de usar ninguna clase de gafas de realidad virtual, sólo adentrándote y sintiendo su presencia como si fuese una entidad fantasmal”. Próximos a esta línea de experimentación con la acústica propia de los espacios se sitúan también algunos de los estudios sobre feedback y resonancias de Alvin Lucier, John Driscoll, Raviv Ganchrow e ILIOS, o trabajos como Panels (2010) de Paul Devens.

Quizás uno de los casos más representativo de este deseo de construir “arquitecturas inmersivas” sea la conocida Dream House de La Monte Young y Marian Zazeela, en la que al uso de tonos puros se unen elementos visuales sencillos pero efectivos, una combinación que, con la misma finalidad transformadora, también encontramos en los trabajos realizados por la artista belga Ann Veronica Janssen, en las LSP (Laseer/Sound Performances) de Edwin Van der Heide, en obras como la Filmachine (2006) de Keiichiro Shibuya y Takashi Ikegami, db (2000) de Ryoji Ikeda, Syn chron (2004) de Carsten Nicolai o ZEE (2008) de Kurt Hentschlager, por citar sólo algunos ejemplos más recientes.

Pero en el ámbito estrictamente sonoro lo interesante de la Dream House es que hace un uso radical de la duración como recurso principal para crear estados inmersivos. Ubicada por primera vez en 1966 en un loft del SOHO, funciona simultáneamente como una composición, una instalación sonora y un espacio performativo que ha ocupado diferentes emplazamientos por extensos períodos de tiempo, convirtiéndose en un “entorno con una frecuencia sonora y lumínica constante y con cantos ocasionales”, capaz de emitir “durante diez, cien, o incluso más años, un sonido constante, que llegase a ser no sólo un organismo con vida y tradición propia, sino con la capacidad de alimentarse de su propio impulso”.

Las senoidales producidas por una serie de osciladores a diferentes volúmenes organizan un espacio en el que la intensidad del sonido crea múltiples áreas de presión, de tal modo que “las diferentes frecuencias generan un entorno donde el volumen de cada una de ellas variará audiblemente en diferentes puntos de la habitación si están suficientemente amplificadas […] Este fenómeno […] convierte la posición del oyente y su movimiento a través del espacio en parte de la composición […] permitiéndole realmente experimentar estructuras sonoras de forma natural a medida que lo explora”. Young propone así una alternativa a las prácticas de sus contemporáneos minimalistas basadas en los ostinatos rítmicos al intensificar la sensación de flujo dilatando los tiempos con extensos drones, un recurso que suele producir la sensación de “estar explicitamente inmerso en una niebla de sonido”. El resultado es un trabajo compositivo no basado en un formalismo cuasi-linguístico de jerárquías -motivos, semifrases, frases, bloques…-, sino centrado en la propia ontología de la percepción acústica, quizás el cambio de paradigma más importante del siglo XX en el contexto de la creación sonora. Las ondas afinadas según la entonación justa que habitan la Dream House provocan sensaciones que no podemos apreciar cuando escuchamos relaciones tonales basadas en el temperamento igual, estandarizado desde el siglo XVIII. Las proporciones armónicas resultantes hacen que nuestro oído se active de modo diferente a como estamos acostumbrados.

En este sentido son especialmente interesantes los trabajos realizados por algunos artistas con las Emisiones Otoacústicas, concretamente con las conocidas como EOAPD (Producto de la Distorsión), explotando no sólo las resonancias del espacio que nos rodea, sino también las del interior de nuestro oído. Este fenómeno documentado ya por Giuseppi Tartini en su Tratato di Música Secondo la Vera Scienza Dell´Armonía (1754) bajo el término de Terzo Suono, y mencionado por varios físicos acústicos desde entonces, se produce cuando en ciertas condiciones la suma de dos frecuencias estimula la membrana basilar provocando que nuestro oído emita una tercera señal que no está en la fuente original, sino que la escuchamos como si se produjese en el interior de nuestra cabeza. Entre los artistas que han experimentado de forma sistemática este fenómeno destaca la compositora Maryanne Amacher quien ha trabajado sobre diferentes aspectos de lo que ella misma definió como “geografías perceptuales”. La intención de Amacher es provocar en el oyente “experiencias vívidas de que contribuye con esta otra dimensión sonora a la música que sus oídos están produciendo20”. Un ejemplo de este uso del “tercer tono” se puede escuchar en el disco Sound Characters: Making the third ear, publicado por el sello Tzadik en 1999. A un volumen adecuado su reproducción “provoca que tus oídos actúen como un instrumento neurofónico” y sientas como “la música brota de tu cabeza, sale de tus oídos, nace de ellos, sumándose y convergiendo con los tonos que hay en la habitación21”. Siguiendo el mismo principio Jacob Kirkegaard ha realizado su trabajo Labyrinthitis (2007) para el Medical Museion de Copenhage. Aquí el artista danés parte de grabaciones de dichas emisiones realizadas en el interior de sus propios oídos, componiendo una obra en la que los tonos resultantes son reforzados para crear una sucesión de EOAPD derivativas a modo de cascada de tonos descendentes, formando, al mismo tiempo, una especie de espiral simbólica que recuerda al diseño interno de la cóclea. Se genera así la expansión del espacio auditivo hacia el interior provocando una sensación de escucha intensa mientras sentimos nuestras propias emanaciones y nos convertimos en una pieza más del entramado compositivo. En esta búsqueda del desbordamiento del oído, así como de los sistemas de reproducción convencionales, se sitúa también uno de los últimos trabajos del compositor Ben Vida para el sello PAN, esstends-esstends-esstends (2012) con el que intenta “escapar a la imagen stereo y crear un espacio de escucha activa de espacialización ampliada. Usando la combinación de entonaciones justas para producir diferentes tonos y distorsiones armónicas se crean materiales sonoros que emanan tanto de los altavoces como del oído interno22”. Aunque partiendo de una capacidad auditiva física diferente, la transmisión osea, algunos artistas han buscado provocar sensaciones similares de escucha interna como recurso inmersivo. Un ejemplo de esta otra práctica sería la Handphone Table (1978) de Laurie Anderson o los conciertos audio-táctiles Stimuline (2008) de Lynn Pook y Julien Clauss.

Además de sonidos extremadamente graves, largos e intensos y del uso de fenómenos como las emisiones otoacústicas o la transmisión osea, otro de los recursos inmersivos más utilizados es la espacialización. Si bien encontramos varios ejemplos a lo largo de la historia de la música, es en las prácticas contemporáneas, y especialmente en aquellas que usan sistemas de reproducción electroacústica, donde adquiere un significativo grado de sofisticación, convirtiendo la posición en el espacio o el desplazamiento en variables compositivas relevantes.

En gran medida estos entornos plantean una reflexión sobre la desmaterialización de la arquitectura vinculada con la idea de experiencia y la transformación de un ambiente. La arquitectura entendida como un medio definido por los acontecimientos y no una construcción inerte, una idea recurrente evidenciada cuando se apela a estos espacios como “seres vivos”. Esta idea de arquitecturas aurales están también presentes en el minimalismo de las instalaciones de Bernhard Leitnert –Sound Lines (1972), Narrow Sound Space (1974), Sound Cube (1980), …-.

Así el sugestivo poder de las experiencias inmersivas va, o debería ir, más allá del mero asombro efectista apoyado en la espectacularidad de los medios usados, aspirando a ofrecer un eje transformador, el conocimiento a través de la experiencia sensorial, expandiendo nuestra escucha más allá del acontecimiento transitorio como explica de nuevo La Monte Young:

“Cuando nos adentramos en el mundo de un sonido, es un mundo nuevo. Cuando nos disponemos a salir de ese mundo, esperamos volver al mundo que habíamos dejado. Sin embargo nos encontramos con que, cuando ese sonido para, o cuando simplemente abandonamos la zona en la que se desarrolla, el mundo en el que entramos no es el viejo mundo que dejamos sino uno nuevo. Esto es en parte porque experimentamos el mundo antiguo con el ingrediente añadido del mundo sonoro […] Cuando entras en un mundo nuevo, de un sonido, o en cualquier otro mundo, nunca lo dejas”.

Además de sonidos extremadamente graves, largos e intensos y del uso de fenómenos como las emisiones otoacústicas o la transmisión osea, otro de los recursos inmersivos más utilizados es la espacialización. Si bien encontramos varios ejemplos a lo largo de la historia de la música, es en las prácticas contemporáneas, y especialmente en aquellas que usan sistemas de reproducción electroacústica, donde adquiere un significativo grado de sofisticación, convirtiendo la posición en el espacio o el desplazamiento en variables compositivas relevantes.

 

En gran medida estos entornos plantean una reflexión sobre la desmaterialización de la arquitectura vinculada con la idea de experiencia y la transformación de un ambiente. La arquitectura entendida como un medio definido por los acontecimientos y no una construcción inerte, una idea recurrente evidenciada cuando se apela a estos espacios como “seres vivos”. Esta idea de arquitecturas aurales están también presentes en el minimalismo de las instalaciones de Bernhard Leitnert –Sound Lines (1972), Narrow Sound Space (1974), Sound Cube (1980), …-.

Así el sugestivo poder de las experiencias inmersivas va, o debería ir, más allá del mero asombro efectista apoyado en la espectacularidad de los medios usados, aspirando a ofrecer un eje transformador, el conocimiento a través de la experiencia sensorial, expandiendo nuestra escucha más allá del acontecimiento transitorio como explica de nuevo La Monte Young:

“Cuando nos adentramos en el mundo de un sonido, es un mundo nuevo. Cuando nos disponemos a salir de ese mundo, esperamos volver al mundo que habíamos dejado. Sin embargo nos encontramos con que, cuando ese sonido para, o cuando simplemente abandonamos la zona en la que se desarrolla, el mundo en el que entramos no es el viejo mundo que dejamos sino uno nuevo. Esto es en parte porque experimentamos el mundo antiguo con el ingrediente añadido del mundo sonoro […] Cuando entras en un mundo nuevo, de un sonido, o en cualquier otro mundo, nunca lo dejas”.

 
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