VENTANA AL EXTERIOR

Texto: Carlos Sánchez.

El paisaje no es el lugar; ni siquiera está exactamente en su lugar. Siempre hacen falta al menos dos lugares para que haya paisaje. Un paisaje es un drama, hay que hacerlo. Es una representación en el espacio. Y un espacio, como dice Michel de Certeau, es «un lugar practicado». Siempre hay otro lugar en el lugar. Uno no se sumerge en un paisaje sin, a la vez, sumergirse en sí mismo, y viceversa. Por eso los paisajes están llenos de rostros y los rostros de paisajes. En cierto modo, los paisajes son mapas de sentido. Incluso naturales, han sido trazados, producidos, discriminados. Esto resulta particularmente evidente en el caso de los paisajes sonoros o soundscapes, concepto acuñado por Raimond Murray Schafer para designar, dentro del campo de la ecología acústica, su propio objeto de estudio y que «consiste en eventos escuchados y no en objetos vistos». Schafer lo asocia a otro concepto, el de «clariaudiencia» o audición clara, y que «refiere a unas habilidades excepcionales de escucha, particularmente en relación a los sonidos del ambiente o del entorno».

De nuevo, y por las mismas razones por las que decíamos que el landscape no es el lugar, el soundscape no es el ambiente. Este no se nos presenta inmediatamente como paisaje sin que intervenga un sujeto que escucha y «cuyas habilidades de escucha pueden ser entrenadas para alcanzar un estado de clariaudiencia». Sigue habiendo rostros por todas partes. Con anterioridad a Schafer, el paisajismo sonoro ya había sido, cuanto menos, bosquejado en los albores de la radiofonía y en interrelación con otras artes como el cinematógrafo, dando lugar a experimentaciones como Week-End, del cineasta alemán Walter Ruttmann, quien aprovechó las posibilidades técnicas que le ofrecía el sonido óptico, esto es, el proceso de grabación de audio directamente sobre la película fotográfica, para realizar un film sin imágenes y compuesto únicamente por una serie de fragmentos sonoros previamente rodados y cuya yuxtaposición reflejaba, describía, desde una lógica claramente importada de aquella que articula el montaje cinematográfico, la transición de un día laboral a otro festivo. Hacia la misma época, el futurista italiano Filippo Tommaso Marinetti, desde un planteamiento mucho más conceptual que descriptivo, propone, en una de sus Síntesis Radiofónicas Futuristas, la titulada precisamente Un paesaggio udito, una suerte de bloque de realidad con entidad propia y construido a partir de distintos fragmentos sonoros organizados según su contenido (el silbido de un mirlo celoso, el chisporroteo del fuego, chapoteos en el agua), pero también según su duración. Una década más tarde, Pierre Schaeffer, padre de la llamada «música concreta», se propondrá tanto la elucidación de un «solfeo de los objetos sonoros», como el reconocimiento de que tales objetos constituirían realidades abstractas con respecto a los «cuerpos sonoros» que las habrían generado; es decir, de que tales objetos, aislados de su significación relativa y tomados en su propia sustancia, su materialidad, su diferencia, son susceptibles, por medio de la repetición, de ser considerados como elementos de una composición musical.

Ahora bien, si Schaeffer proporciona a los objetos sonoros, en tanto que elementos de una composición, su dimensión estética, será Schafer, quien, unas décadas después, los resitúe en el plano de una ética ecológica marcada por la recuperación del entorno natural y urbano.

A partir de ahí, los llamados soundscapes, se han venido desarrollando según diversas tendencias más o menos alejadas de los presupuestos originales de Schafer, situándose entre composición acusmática y el reportaje o documental artístico. Así, al uso de magnetófonos y espectrógrafos acústicos con los que discriminar, grabar, mensurar y, finalmente, «ordenar el entorno» sonoro según el utópico proyecto ético estético de Schafer, se unirán otras propuestas que precisarán de otros recursos con los que ensayar nuevas relaciones y mezclas, por ejemplo, con elementos poéticos, documentales o de reportaje, así como «puentes sonoros» entre entornos naturales o urbanos, operados con el concurso de nuevos recursos, como el uso de las líneas telefónicas o satélites de telecomunicaciones, y que harán posible la mezcla de señales grabadas con otras emitidas en directo y experimentaciones como las llevadas a cabo por el estadounidense Bill Fontana quien en Puente sonoro Colonia-San Francisco (1987), por ejemplo, ofrecía, además de una obra radiofónica y, por lo tanto, deslocalizada, una «escultura sonora» en una plaza del centro de Colonia. Otras iniciativas, como las llevadas a cabo por el grupo Ars Acústica, han aprovechado los recursos que proporciona la Internet para desarrollar proyectos con el de construir «una ciudad enteramente virtual en el ciberespacio», susceptible de sufrir mutaciones sonoras mediante la interacción de los internautas.

Por lo que respecta a las propuestas que hibridan con elementos de reportaje o documentales, y que a menudo incorporan objetos sonoros verbales, situando entonces el soundscape en la órbita de la Nueva Comedia Radiofónica (New Hörspiel), cabe decir que vienen desarrollándose desde los años setenta del pasado siglo de la mano de autores como Pierre Henry o el Gropue de Recherches Musicales (GRM), bajo la forma de bandas, retratos o postales sonoras ligadas a determinados eternos tanto naturales como urbanos. Muy distinta es la tendencia que representa el español Francisco López, quien, a partir de una sintetización del entorno acústico, trata electrónicamente los elementos sonoros extraídos, mezclándolos y yuxtaponiéndolos de tal modo, que acaban perdiendo, en beneficio de la composición, toda referencia al medio del que procedían. Así, los paisajes sonoros de López, claramente compuestos, se alejan del afán conservador presente en los presupuestos ecológicos de Schafer. Ahora bien, qué paisaje sonoro no ha sido compuesto, toda vez que, y esto al margen del filtro de la tecnología, un paisaje es algo que siempre ha de ser producido.

Siempre hay mediación. Siempre hay filtro; el de la tecnología, sí, pero también aquel que viene condicionado por la intención y la actitud del paisajista. Incluso cuando uno se dispone a captar los sonidos del entorno sin hacer uso de lo tecnológico, lo que capta lo capta a través del intrincado laberinto del oído, por no hablar del laberinto cerebral. Siempre hay exploración, propósito, discriminación, selección, incluso jerarquías. Siempre hay mezcla, yuxtaposición y montaje, según tales o cuales criterios más o menos personales. Como decíamos al comienzo, uno no se sumerge en un paisaje sin, a la vez, sumergirse en sí mismo, y viceversa. Siempre hay creación.

Los bloques Ventana al Exterior pretenden acercar en domingo, a un lugar mediante el paisaje sonoro, intervenido o no, con nombres como Ruth Anderson, Carlos Suárez o Atilio Doreste.

Selección sonora: Ishak Benavides.